El fin del Óscar | Opinión de Enrique Abasolo

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Me disculpo por no haberme presentado a nuestra cita de todos los martes. Eso para los que me echaron de menos, a los que les valió pito-flauta les informo que un desperfecto de mi computadora que yo en un inicio confundí con la rebelión de las máquinas me impidió ponerme a trabajar en mi interpretación del penoso episodio acaecido en la pasada ceremonia del Oscar.

Me refiero desde luego al patético trabajo de “anfitrionazgo” y “amenizaje” -palabras que no existen pero me urge incorporar al español- de parte de las conductoras Amy Shumer, Wanda Sykes, y Regina Hall quienes, como ya había yo anticipado, llevaron a la ceremonia a ínfimos niveles sólo equiparables con “La Hora Pico”.

El único chiste que les celebraron, el primero, acusa la histórica misoginia de Hollywood y de toda la industria del entretenimiento: “Invitaron a tres mujeres porque les resulta más barato que pagarle a un solo hombre”.

Pues sí, muy probablemente ello sea cierto, pero es que ni sumando el talento de las tres anfitrionas se aproximan a la estatura de un Billy Crystal, de un Johnny Carson o siquiera de un Hugh Jackman. Sorry, pero no sorry. No es asunto de sexo, sino de tablas, talento y timing. 

Desde luego, no es culpa de ellas, las comediantes hicieron lo que pudieron con lo que la paupérrima y cada vez más desorientada producción les proveyó. Así que, si el guion es una bazofia, ni Buster Keaton redivivo hubiera podido arrancarnos una sola sonrisa sincera.

No obstante, la ceremonia del Oscar que en sus estadísticas de audiencia se hunde año con año -como la 4T en cualquier rubro, excepto en los muertos por la pandemia- experimentó un inusitado subidón, como hombre de la mediana edad en una buena mañana, pasando de menos de 5 puntos de rating a unos nada despreciables 15. 

¿Y gracias a qué? A la más deplorable exhibición de masculinidad tóxica, violencia innecesaria, patanería y falta de etiqueta en lo que solía ser “La” noche de gala más relevante del planeta.

Ocioso es a estas alturas describirlo y mencionar a sus involucrados. Sólo me interesa ya apuntar un par de tres cosas. Y dado que opinión, todos tenemos una, de momento reservémonosla y vayamos directamente a los hechos: 

1.- Si usted piensa que un presentador se para en la ceremonia del Oscar a improvisar y a decir lo que le salga en ese momento de los cojones, lo envidio sinceramente por su capacidad para creer en la magia, la ilusión y la fantasía.

Chris Rock sólo lee un guion preparado por una mesa de escritores y que está necesariamente aprobado por los productores de un show cada vez más preocupado por pisar una las bombas del minado campo de la incorrección política. Ese chiste lo conocían decenas de personas con antelación y en muchos casos hasta los aludidos estarán al tanto de lo que se va a decir de ellos. 

2.- Por seguridad, hay al menos 30 segundos de diferencia entre los hechos en vivo y su transmisión. Tuvo el director tiempo más que suficiente para mandar a corte, cambiar de toma, cancelar audios o poner el cartelito de “dificultades técnicas”, antes de ofrecernos ese lamentable pedazo de espectáculo que volvió trivial el resto de la ceremonia. Pero no hizo nada de lo anterior; permitió que saliera al aire lo que está obligado a eliminar y que constituye finalmente la razón de ser de su trabajo. ¿Por qué? Usted seguramente ya supone por qué.

3.- De todos los chistes que uno podría hacer sobre el matrimonio Smith-Pinkett-Smith, comenzando por su pertenencia a la siniestra secta de la cienciología pasando por los sórdidos detalles íntimos que ellos mismos decidieron revelar hace no mucho en televisión abierta, el guion de Chris Rock -no Chris Rock, sino el guion- se decantó por algo bastante insípido, inofensivo y hasta encomiástico. Parafraseando: “Jada, ahora luces una calva magnífica, lo que te vuelve perfecta para interpretar el conocido papel de una guerrera bien empoderada”. 

Si usted aún considera que el “chiste” sorprendió a los Smith, que los agarró desprevenidos o fuera de lugar porque se les olvidó -como gente de la farándula que son- que están en el vórtice del mundo del espectáculo y que todo está planeado y coreografiado, una vez más, permítame envidiar su hermosa inocencia y candidez. Yo la quisiera para evadirme de este mundo tan cínico en el que vivimos.

Dicho sea solo de paso, y por si a estas alturas todavía cree que hubo algo de espontáneo y genuino en el chiste dicho por Rock, tendríamos que remitirnos al viejo y sobado debate sobre los límites del humor. Pero le recuerdo que no hay chiste, por pesado y pasado que sea, que amerite llegar a la violencia física. Si usted cree lo contrario, entonces usted justifica la muerte de los artistas del semanario francés Charlie Hebdo a manos de terroristas islámicos, sólo porque hicieron una caricatura de su profeta Mahoma, en enero de 2015. Y si usted piensa que un chiste, por mamón que sea, se paga con la integridad del individuo, le invito mucho a que se vaya para siempre de esta columna y no regrese jamás, no le necesitamos, ya que aquí nos dedicamos a reírnos de mucha gente y nadie tiene por ello derecho a tocarnos ni con el ajonjolí de una hamburguesa. Y vale lo mismo para las damas que romantizan el gesto cavernícola de Smith, y que afirman que así se defiende el pundonor del ser amado y que toda mujer necesita un Príncipe del Rap en su vida. Si tal es su pensar, por favor, déjeme de seguir y si acaso lo necesita, yo mismo le recomiendo otros editorialistas con los cuales suscribir. 

Hasta aquí mi muy aderezado recuento de los hechos. Paso a mi interpretación: No tengo pruebas pero tampoco dudas de que se trata de un montaje tan burdo como la falla del vestuario de Janet Jackson en el Super Bowl de 2004 -y que dio pie a la regla de los 30 segundos para los eventos en vivo- y, al igual que la ‘confusión’ de ganadores “La La Land-Moonlight” de 2017, es otro risible esfuerzo por dotar de interés a un show que no ha sabido conservar a su audiencia tradicional ni conectar con las nuevos públicos.

Lo he dicho varias veces: yo veo la entrega del Oscar religiosamente desde niño, desde los ocho años y estoy por cumplir 50. Pero jamás me sentí tan mal, tan burlado y con tanto “cringe” -como le dicen hoy a la pena ajena- como el domingo. Y la verdad es que uno no sintoniza una gala de premiación para sentirse como la mierda. 

Espontáneo, o planeado, pese a todos los bellos momentos de gozo que me ofreció en otra época y pese a la muy poca preocupación que esto les debe generar en la Academia, este domingo terminó para siempre -creo, espero- mi relación con los Oscar.

Publicado originalmente en Vanguardia.

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