“La distracción sucesoria”: la opinión de Carlos Bravo Regidor

Una sombra se posa sobre México: la sombra del 2024.

Todas las fuerzas de la vieja y la nueva política se están uniendo en una ansiosa cruzada para alimentar esa sombra: el Presidente y la alianza opositora; Sheinbaum, Ebrard y Adán Augusto; los medios de comunicación y la comentocracia; los radicales de la cuarta transformación y los polizontes del obradorismo.

¿Queda algún tema que no haya sido canibalizado por las especulaciones sucesorias? ¿Qué actores o qué grupos políticos no están midiendo fuerzas, haciendo cuentas y acomodando sus fichas con la mirada puesta en la próxima elección presidencial?

De este hecho se desprenden dos advertencias.

Una es que el proceso sucesorio opera ya como poderosísimo centro de gravedad en torno al cual gira con cada vez más fuerza la vida pública. La otra es que ya es hora de que la ciudadanía se rebele contra ese infeliz espectáculo que en nada la beneficia, que oponga a la distracción sucesoria una exigencia de responsabilidad y resultados.

La historia de lo que queda de este gobierno no puede convertirse en la historia de una sucesión anticipada.

Ni la legitimidad de los agravios que movilizaron al electorado en 2018, ni la sinceridad de las esperanzas que generó la victoria de López Obrador, merecen un desenlace tan insignificante e indigno.

¿Qué importa que Claudia sea la favorita de Andrés Manuel cuando en los tres años y medio que van de su sexenio se acumulan más de 30 mil personas desaparecidas, una cifra que duplica la registrada para el mismo periodo durante la administración de Peña Nieto?

¿Por qué le prestamos tanta atención al esforzado “destape” de Marcelo cuando el nivel del Producto Interno Bruto per cápita durante el último trimestre de 2021 es prácticamente idéntico al del primer trimestre de 2014?

¿Qué diferencia hace que el actual secretario de Gobernación sea o no un “caballo negro” cuando el 95% de los delitos que se denuncian quedan impunes?

La disputa por la candidatura de Morena en 2024 es irrelevante frente a la gravedad de los problemas que sufre México.

En la coalición opositora, mientras tanto, se insiste en el potencial de una candidatura de unidad que sea verdaderamente competitiva, se valoran distintos métodos de selección, se pondera cuán atractivos pueden ser este o aquel perfil, se calculan los trasvases entre sus votantes.

Pero, más allá de la ambición y la estrategia, ¿para qué quieren el poder? ¿Cómo van a hacerse cargo de las ruinas que dejará este gobierno? ¿Qué proponen las oposiciones, en concreto, para controlar la corrupción, para aplacar la violencia, para combatir la desigualdad? Y, sobre todo, ¿por qué volvería a confiar en ellas una mayoría de los mexicanos?

En 2018, insisto, un histórico 53% votó por López Obrador; en abril pasado, un 58% lo aprobaba. No es que uno quiera ponerse muy estricto o pesimista, es que lo desesperado de la situación exige mucha lucidez: no confundir los deseos con las posibilidades, no asumir que los defectos del lopezobradorismo (muchos y muy severos) son automáticamente virtudes de la oposición.

La política no es una carrera de caballos, la República no puede ser un hipódromo donde los partidos corren y los ciudadanos apuestan.

Algo está descompuesto cuando el gobierno ya no gobierna y solo se ocupa del siguiente ciclo electoral, cuando los partidos se conciben como meras maquinarias para ganar elecciones y no como organizaciones que también gobiernan.

Para que tenga sentido, en resumen, la democracia necesita no solo competencia sino sustancia.

La sombra sucesoria que engulle a México representa una derrota, no tanto de uno u otro partido sino sobre todo de una ciudadanía que queda reducida a la condición de mera observadora de un concurso que no solo no le significa mayor cosa, sino que distrae a la clase gobernante de su obligación de gobernar y rendir cuentas.

@carlosbravoreg

 

Opinión publicada originalmente en Grupo Reforma.

 

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