El frágil equilibrio que convierte a nuestro planeta en un hogar azul, verde y rebosante de vida se tambalea. Pero la Tierra continuará su camino como planeta rocoso en una estrella menor de nuestra galaxia cuando deje de ser habitable; nosotros quizá no podamos hacerlo. Reflexionamos sobre la habitabilidad de la Tierra y nuestra relación con ella en el Día Mundial del Medio Ambiente.
En fechas tan señaladas como la del Día Mundial del Medio Ambiente son habituales los eslóganes del tipo ‘salvemos el planeta’. Pero la Tierra no necesita ser salvada. El célebre escritor de ciencia ficción Michael Crichton, autor de la obra Jurassic Park, dijo aquello de “el planeta sobrevivió a todo, en su época. Ciertamente que le sobrevivirá a usted”. Esta aseveración puede parecer polémica, pero cobra sentido si tomamos en cuenta el pasado y futuro de una insignificante roca orbitando en torno a una estrella menor de nuestra galaxia, que ha resultado ser habitable durante un (breve) periodo geológico determinado.
En su nacimiento, hace 4500 millones de años, la Tierra fue una pelota de lava incandescente. Luego, unos 700 millones de años después, se convirtió en un océano salpicado de algunas islas volcánicas. Los científicos creen que tenemos que remontarnos a hace unos 3500 millones de años para encontrar las primeras formas de vida multicelulares sobre la Tierra. Así, con las primeras criaturas llenando poco a poco la atmósfera de oxígeno, grandes masas de Tierra viajaban a la deriva desgajándose y volviéndose a unir en supercontinentes.
Por un tiempo, la Tierra fue incluso una gran bola de hielo, en una etapa que duró 12 veces el equivalente a toda la historia de la humanidad. Tras el deshielo, hace (solo) unos 600 millones de años nuevas criaturas poblaron los océanos, pero muchas perecieron en la gran extinción del Pérmico (como los trilobites y los anomalocaris); y, cuando la capa de ozono fue lo bastante gruesa como para permitirlo, los seres vivos comenzaron a colonizar suelo firme.
Por entonces, los niveles de oxígeno eran mucho más elevados que en la actualidad, lo que permitía a los insectos y artrópodos tener estructuras mucho más grandes. En una era en la que los escarabajos tenían el tamaño de coches y las libélulas eran como águilas imperiales, frondosas selvas poblaban el planeta. Mucho antes, la vida se las había ingeniado para guardar todo lo que una planta necesita para crecer en una liviana semilla, que no necesitaría permanecer cerca del agua para germinar, y que podría al fin crecer en el profundo continente: la semilla fue una de las grandes revoluciones de la vida; al igual que el huevo.
Luego, los grandes reptiles poblaron la Tierra, hasta que otra gran extinción masiva los barrió para dejar paso a especies mejor adaptadas. Poco tardarían los dinosaurios en conquistar la tierra, el mar y el aire mientras que otras especies florecían o perecían ante los cambios y la embestida de otros depredadores.
La vida se abrió camino en nuestro planeta, pero por mucho tiempo, la Tierra ha sido un lugar poco acogedor para la vida; ello no ha impedido, no obstante, que una afortunada raza de primates inteligentes lograra desarrollar una civilización tecnológica, e incluso colonizar otros territorios fuera de su hogar planetario, como la Luna y, próximamente, Marte.
Pero en medio de la expansión de la humanidad, se configura un escenario poco halagador. La evidencia científica nos indica que ya estamos en la sexta gran extinción. El frágil equilibrio que mantiene a la Tierra convertido en un hogar azul, verde y rebosante de vida se tambalea. Las prácticas humanas están acelerando un cambio climático que podría poner en peligro el planeta tal y como lo conocemos más pronto de lo que imaginamos. Y se abre ante nosotros una dolorosa realidad: pase lo que pase, la Tierra seguirá su camino. Le damos igual. Se lamerá las heridas y seguirá adelante, como ha hecho incontables veces. Resistirá el golpe.
Entonces, ¿por qué luchamos?
A estas alturas del texto, ya te habrás dado cuenta de lo que significa la tesis ‘la Tierra no necesita ser salvada’. No es por la ‘Tierra’ como planeta rocoso de nuestro sistema solar por lo que se lanzan campañas como la del Día Mundial del Medio Ambiente. Es por la desaparición acelerada de especies, especialmente, de los insectos polinizadores – y, en general, la desaparición de la biodiversidad del planeta–; la desoxigenación de los océanos; la desaparición de los recursos hídricos; la desertificación; el aumento del nivel del mar; las crisis migratorias provocadas por los refugiados climáticos; la gran cantidad de contaminación y acumulación de residuos plásticos… Todas estas problemáticas no afectan a otro más que a las propias criaturas que pueblan el planeta.
Nuestra industria alimentaria, la calidad del aire que respiramos, el agua que nos bebemos, nuestra salud, nuestras fuentes de energía… En definitiva, nuestro futuro y nuestra vida –y los de las otras criaturas que pueblan nuestro planeta– depende de las acciones que se dirigen a la conservación del medio ambiente, con vías a frenar (o al menos, a retrasar lo más posible) los procesos que están desencadenando los cambios en la Tierra que ponen en peligro su habitabilidad.
‘Romper’ con la Tierra: ‘no eres tú, soy yo’
Visionarios científicos como el brillante Stephen Hawking han hecho llamamientos a su propia especie para abandonar el planeta. Cada año se descubren nuevos mundos en estrellas más o menos distantes; algunos de ellos, potencialmente habitables. Aunque por ahora carezcamos de la tecnología para viajar a uno de ellos –además de que todavía es muy difícil estar seguros de que podremos vivir en estas lejanas exotierras–, es posible que en el futuro la humanidad pueda continuar su camino como especie interplanetaria. Pero para ello habrá de producirse una dolorosa ruptura con nuestra cuna planetaria.
Si esto sucede y efectivamente el ser humano trasciende la Tierra, probablemente ello dejará por el camino numerosas vidas humanas, y miles de especies serán aniquiladas.
De hecho, puede que esa ruptura ya se esté produciendo, en una incómoda conversación con la Tierra: “No eres tú; soy yo”. No eres tú [a quien debemos salvar], son nuestros insectos. No eres tú, son los bosques. No eres tú, son los océanos. No eres tú, es la capa de ozono.
Estamos en crisis con la Tierra, y para este problema no existen soluciones fáciles. Podemos intentar minimizar las emisiones caminando hacia una transición energética limpia que nos libere por fin de la dependencia de los combustibles fósiles. Además, severos cambios en nuestra alimentación, medios de transporte, producción industrial y gestión de los residuos deben ser puestos en marcha. Y, para todo ello, la innovación tecnológica es nuestro mejor aliado.
No obstante, puede que, pese a lograr los ambiciosos objetivos no consigamos que la Tierra mantenga las delicadas condiciones que hacen posible la vida. Y, si perecemos en ella, seremos aquella especie anecdótica (y medianamente inteligente) que no lo consiguió. Por su parte, la Tierra nos recordará como un leve y molesto cosquilleo de unos cuantos millones de años mientras se dice a sí misma: “A por la siguiente Era geológica”.